Era
de tarde, el sábado más tranquilo del mundo, pero como siempre no lo era para mí.
Mi compañero Gabriel vino a mi puerta, quería salir de parranda:
-Diablos
hermano, solo unas horas- siempre tenía energías para eso
-No-
dije algo cansado
-Dale!-
me insistió
-Mierda,
estoy retirado, - abatido. Sólo tenía veintidós años y ya estaba derrotado. Aunque
dije que no, Gabriel entendió “¡te espero en casa para cenar!”
Puta,
dije para mis adentros, era todo un lío ordenar mi habitación (del tamaño de
una caja) tenía tantas mierdas, pero siempre me amañaba para hacerla parecer
como una suite, no tan lujosa, pero parecía una algo modesta.
Cenamos
milanesas de pollo, jamás eran de carne. Nunca pensé en no comer milanesas, en
verdad estoy mal. Gabriel comía, eso significaba que yo no estaba en su mente.
Yo aborrecía todo lo que salía de mi cocina o heladera, creo que eran grandes aliadas
y me odiaban. A veces se sumaba la alacena y se burlaban de mí.
Llegaba
la hora tan apreciada, hasta un desgraciado como yo se alegraba, tal vez hoy
sería un sábado después de todo…Tuve sábados que eran lunes, maldita sea que
digo, todos los días eran lunes. En cambio, Gabriel estaba como siempre, muy Gabriel,
un niñato con pelotas; yo las había perdido hace tiempo.
Era
las doce de la noche, y como es habitual en los argentinos, todos salían sin
importar que hubiera una pandemia, “si naces con desgracia mueres con gracia”
Dos
de las chicas que yo había citado, me fallaron. Todas decían lo mismo: “Maxwell
porque no nos dijiste antes”. Era una mentira, que se había vuelto costumbre.
A
veces organizaba cuatro días antes para tener una cita pero el rechazo era el
mismo- solo que las respuestas no eran las mismas. Las mujeres nacen con una
cartera; dentro de ella tienen repuesta para todo, pero para decir que no,
ellas tenían una mochila de montañés.
Con
mis chicas jamás se contaba. Gabriel era el proxeneta del grupo, un grupo de a
dos. Dijo que las chicas llegarían en cualquier momento.
-Bien-
respondí
Él
gritó: ¡Mejor que bien!
Afirmé
con un movimiento de cabeza
Teníamos
solo 15 minutos para asear el lugar y a nosotros. Gabriel era alto, flaco, y una dentadura
natural que hacía que toda tu visión cayera en ella. Un perfume tal vez
europeo, y ropa tal vez de una dudosa procedencia. Pero lo mejor que resaltaba
eran sus zapatillas, no eran de aquí, mierda no eran de ningún lado.
Yo,
estaba con alpargatas, un short negro ya gastado de tanto uso, y una remera que
era mi mejor amiga, mi perfume era del Hombre Araña que me habían regalado de niño,
no lo usaba muy seguido, pero olía muy bien.
Estábamos
en la habitación, en el búnker, amaba mucho ese lugar. La bebida en la mesa, un
vino blanco, tal vez el mejor del mercado, uno que se llevaba muy bien con mi
habitación.
Gabriel
se convirtió en un atleta olímpico, con los dedos más veloces que vi; su
celular se tildaba de tan rápido que respondía los mensajes.
-¿Qué
onda, vienen? -pregunté ansioso.
Las
chicas no respondían. Mi querido amigo se alteró:
-Mierda,
carajo, las íbamos a buscar Maxwell. Perras.
-Perdón-
dije
-QUÉ?
-Soy
yo, no debiste mostrarles mis fotos.
-No
seas idiota-…-perras.
Entonces
el chico no se rindió. Se puso su sombrero de pescar, y tiro la carnada, eran
muchos “que ondas” por todo el río de sábado en la noche: Algo voy a pescar- Me
aseguró. Diablos Gabriel; Era admirable verlo trabajar, verlo en una changa era
majestuoso, ese chico podría pescar sin su caña.
Sabíamos
si pasaba más de las una todo estaría perdido, él lo sabía, yo lo sabía,
maldita se todas ellas también.
01:01
A.M, todo se había acabado.
Gabriel
se alejó de mí, decepcionado, agarró la botella y la abrazó, yo ya había hecho
el amor dos veces con ella. La noche no estaba tan mal después de todo.
Escrito
por Maxwell Trébol.
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